156. Mañanas Interminables

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Los días siguientes en la oficina, fueron una especie de calvario que anunciaba que la tragedia de Felipe no era tan mala a comparación.

Para empezar, mis jefes estaban en pleno arranque de histeria por lo que tenía miedo de comunicar que no había ido a rendir el viernes por miedo a que me maten, pero lo peor de callarme era el miedo a que apareciera la profesora a comunicarles que no lo había hecho. De hecho, apareció, pero para mi fortuna, solamente rindió unos papeles y ninguno de mis jefes se encontraba en mi oficina.

Cinco minutos antes de la hora de retirarnos, uno de los jefes descubrió que necesitaba un recibo con extrema urgencia y me mandó a hacer la transacción, por lo que salí 45 minutos tarde del horario acordado.

- No me cierren la oficina - le dije a mi jefe al teléfono, cuando me anunciaba que él sí se iba. - Tengo todas mis cosas allí.

Por supuesto, mi oficina cerrada con llave cuando volví a la empresa, por lo que tuve que pedirle a Seguridad que me diera la copia mientras sostenía una conversación de casi media hora con Ana al teléfono. A la chica le había ido bien en la próxima ciudad donde se mudará con su padre el año próximo. Cada vez más cerca de su despedida.

Pero al día siguiente, la noticia de no haber rendido llegó y me exigieron volver a presentarme al día siguiente. El problema fue que cuando fui, hubo un problema en la comunicación y la profesora me daba un día más para rendir, por lo que casi no dormí por estudiar... en vano.

A la hora de pasarnos a contratados, nos hicieron hacer una amplia gama de estudios, que pude hacerlo gracias a la compañía de Cristopher, un joven enrulado que trabaja en una oficina adjunta a la mía que también le tocaba el mismo turno que a mí. El problema fue que mi jefe casi no me deja ir a la hora convenida porque se le ocurrió que teníamos que terminar un trabajo a esa hora.

Casi lo mato.

Cristopher me paseó por toda la ciudad a las corridas, entre radiologías y electrocardiogramas, porque no le gustaba no estar trabajando. Lo cual, sumado al análisis de sangre, estuve mareado todo el resto de la mañana.

Finalmente Tadeo fue el que se llevó la peor parte, al tener que soportar a mi jefe en pleno arranque de histeria, mandándolo como si fuera un soldadito de plástico. Por un momento, se sacó de quicio y le contestó que no podía con todo, lo cual se arrepintió al instante, pero es que realmente no se lo pudo aguantar y ni siquiera lo meditó.

- Voy a trasladarme de oficina - me dijo, en chiste. - Ya le insulté al jefe. La próxima, seguro vamos a los golpes.

Y yo que pensé que cuando mi jefe no me dejó salir y yo comencé a pedirle que me marchara, me había desubicado. De todos modos, entendía a Tadeo. En estos días la gente en el trabajo andaba un poco desquiciada.