176. La Destrucción

domingo, 8 de febrero de 2009

No recuerdo un momento más triste que esa tarde. Afortunadamente, nunca tuve que atravesar por ningún duelo, luego de la muerte de mi abuela cuando yo tenía 8 años, que apenas recuerdo haber llorado.

Luego, en los años siguientes, ninguno de mis amigos tampoco atravesarían una situación así. Por lo menos, no una muerte no anunciada ni tan bizarra como ésta.

Hace unos meses atrás, cuando cierta joven de la ciudad decidió tomar la abrupta decisión de suicidarse, el dolor llegó hacia los conocidos míos pero jamás de una forma tan cercana como ahora.

La tarde gris estaba dejando pasar unos breves rastros del Sol, y en aquella Sala Velatoria, las personas estaban impacientes esperando a una familia que vendría en cualquier momento.

En ese momento me di cuenta que parecía que estábamos esperando a unas personas a punto de casarse, o al anfitrión de un cumpleaños que estábamos a punto de sorprender. Sin embargo, cuando el auto se detuvo y Ramiro junto con sus padres descendieron de él, un nudo en el estómago se apoderó de mí de una forma tan dolorosa que casi me causó naúseas.

La gente se acercó y comenzó a abrazar a los tres, mientras se daban sus buenos momentos para llorar.

A la distancia, pude ver a Ramiro llorando, con los ojos tan rojos como el Sol que estaba atardeciendo. Las lágrimas bailaban por su cara y su mirada se encontraba tan perdida que daba la sensación de no haber dormido durante años.

¿Qué diablos está pasando?

Nada de aquello tenía sentido. ¿Por qué Ramiro, que es una persona que siempre es feliz y está alegre, ahora lloraba y se mostraba destruido? ¿Por qué justamente la persona más fuerte que yo había conocido y era practicamente mi roca en el trabajo para sobrevivir al Triunvirato de Jefes Menopáusicos, ahora se mostraba tan débil?

No tenía palabras qué decirle. No tenía cosas que comentarle. No había chistes para esa ocasión.

Sólo me acerqué cuando lo dejaron en paz y noté que me reconoció.

- Oliver - dijo, con la voz más ronca y triste que alguien pueda decir.

Lo abracé y me quedé en silencio. No quise soltarlo, no tan rápido, no tan fácilmente. Unos veinte segundos que habrán parecido una eternidad. Pero no me importaba, no me quería despegar.

Noté que estaba sin ganas de seguir existiendo. Lo noté que estaba de pie porque su metabolismo se lo permitía pero su mente no estaba allí con los demás.

Me quedé en silencio y no participé de la caminata hacia el interior de la Funeraria.

Necesitaba fumar un cigarrillo y para ello, tendría que quedarme en la vereda.