125. Acostados (2)

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El Sol estaba en su pico más alto, haciendo que el calor disimulado por el giro de un ventilador en una pequeña habitación, de todos modos se sienta fuerte y en las noticias se veía que en Estados al sur una tormenta fabulosa estaba arrasando con todo lo que se venía a su paso. No tardaría en llegar donde estábamos.

- Quizá esta noche, quizá mañana - atiné a predecir.

Felipe hizo algo similar a un resoplido, lo cual preferí pensar que fue por el calor que sentía a que por mi charla estaba aburriéndolo.

- El cuadro de tu hermano sigue estando ahí y me incita a que me lo lleve - dije, mirando al cuadro que estaba sobre mí.

- Sí, es lindo - dijo, poco interesado. - Puedes llevártelo.

- Oh, está celoso porque me gusta más un cuadro del hermano - le dije, en una tonadita bastante burlezca y molesta.

- No estoy celoso - intentó defenderse. - Ya te dije que es lindo.

Sonriendo por la rivalidad estúpida que se puso contra Rafael, miré el reloj y con algo de horror descubrí que mágicamente, sólo faltaban 10 minutos para que yo me marchara de ese lugar, así tenía tiempo suficiente como para llegar a clases.

- ¿Por qué miras el reloj a cada rato? ¿Te quieres ir? - me preguntó, en una tonada brusca, queriendo imitarse a como fue la primera vez que estuvimos juntos. Nada más que esta vez yo no había visto las fotos de su celular.

- Si fuera por mí, me quedaría - insistí. - Ya te lo dije.

Diez rápidos minutos más tarde, me estaba marchando. Nos despedimos en la puerta de entrada como todas las veces.

- Hoy me estoy tomando con mayor tranquilidad tu estupidez cotidiana - le dije, sonriendo.

- Yo también - dijo, para no ser menos. - Pero se debe a que estoy dormido porque no me dejaste dormir.

- Entonces vendré a verte en estas siestas que estás libre y no obtienes la computadora - respondí, sonriendo. - Eres más encantador.

Esa fue la primera vez que me retiré de la casa de Felipe con un poco más de gloria que pena. Nuestras conversaciones, por más banales y superficiales que hayan sido, no dejaron de tener importancia. Porque, después de todo, valía el sitio donde hablamos.

Quizá no se vuelva a repetir más, o quizá el hecho de no intentar nada con él, lo haya llamado la atención.

De todos modos no interesaba. Había aprendido la lección de que no tengo que estar bien para demostrarle algo. Tengo que congelar mis sentimientos, hasta que llegue el momento de ponerlos al horno y servilos en una mesa.

Ojalá, con platos y cubiertos, se encuentre Felipe, dispuesto a deleitarse por lo sabrosos que pueden ser.

Y si no lo era, quedarían reservados hasta que alguien tenga tiempo de sentarse a la mesa y disfrutar de un buen plato.