55. El Cartel Verde (5º Parte)

jueves, 18 de septiembre de 2008

Una semana atrás, antes de que en mi mente apareciera Felipe o alguno de mis traumas infantiles que estaba atravesando, como es mi costumbre, sucedió un hecho que marcó un antes y un después.

En la oficina, a Tadeo y a mí, mi jefe nos pidió un favor extraordinario.

- Necesito que donen sangre - nos dijo.

Mi compañero de oficina y yo nos miramos incrédulos ante aquél pedido. Para empezar, porque donar sangre no era algo que estaba en mi lista de planes del día.

- No sé cómo decirle que no - me dijo, en susurros, Tadeo, algo alarmado. - Parece que necesita sangre para su suegro que está enfermo de gravedad. ¡Pero yo no quiero hacerlo!

- Imagínate yo - dije, cansado. - No sé cómo saldremos de esta.

Y de hecho, no hubo escape, porque a las 4 de la tarde, mi jefe nos estaba buscando para que fuéramos a un banco de donación.

Nervioso por aquella sensación de que el líquido rojo estuviera saliendo de mi cuerpo, el doctor me dio una lista de requisitos que tenía que cumplir.

Era una lista verdaderamente absurda, entre las cuales puedo destacar la de que me declaraba un donante si yo no "hubiera permanecido en prisión más de 72 horas; no ejercía la prostitución desde 1980; no tuve sexo con alguna prostituta sin condón; estuve con una persona de mi mismo sexo por lo menos una vez."

Aquello era ya discriminatorio, pero de todos modos no podía ser donante. Le comenté al doctor mi inseguridad, sin revelarle nada sobre mi sexualidad.

- Lo que quieres decir es que estuviste con una muchacha que estuvo con otras personas y crees que puedes tener alguna clase de contagio por medio de un tercero - dijo el médico, al escuchar mi mentira. - Es posible. Creo que no te conviene hacerlo.

Pese a que me devolvió el alma al cuerpo, me sentí frustrado por no poder dar mi ayuda.

Es decir, había ido muy predispuesto a desmayarme si era necesario, pero lo que más me llenaba de impotencia es no hacerme un chequeo para comprobar si mi sangre estaba bien firme o no. Tal vez, como a muchos, me daba miedo estar contagiado del famoso virus HIV.

Les mentí a todos que era por una perforación que me hice en la oreja, para la cual tenía que esperar un año antes de poder donar, que también formaba parte de los requisitos.

Tadeo, al menos, no me creyó. Una semana atrás, antes de que en mi mente apareciera Felipe o alguno de mis traumas infantiles que estaba atravesando, como es mi costumbre, sucedió un hecho que marcó un antes y un después.

En la oficina, a Tadeo y a mí, mi jefe nos pidió un favor extraordinario.

- Necesito que donen sangre - nos dijo.

Mi compañero de oficina y yo nos miramos incrédulos ante aquél pedido. Para empezar, porque donar sangre no era algo que estaba en mi lista de planes del día.

- No sé cómo decirle que no - me dijo, en susurros, Tadeo, algo alarmado. - Parece que necesita sangre para su suegro que está enfermo de gravedad. ¡Pero yo no quiero hacerlo!

- Imagínate yo - dije, cansado. - No sé cómo saldremos de esta.

Y de hecho, no hubo escape, porque a las 4 de la tarde, mi jefe nos estaba buscando para que fuéramos a un banco de donación.

Nervioso por aquella sensación de que el líquido rojo estuviera saliendo de mi cuerpo, el doctor me dio una lista de requisitos que tenía que cumplir.

Era una lista verdaderamente absurda, entre las cuales puedo destacar la de que me declaraba un donante si yo no "hubiera permanecido en prisión más de 72 horas; no ejercía la prostitución desde 1980; no tuve sexo con alguna prostituta sin condón; estuve con una persona de mi mismo sexo por lo menos una vez."

Aquello era ya discriminatorio, pero de todos modos no podía ser donante. Le comenté al doctor mi inseguridad, sin revelarle nada sobre mi sexualidad.

- Lo que quieres decir es que estuviste con una muchacha que estuvo con otras personas y crees que puedes tener alguna clase de contagio por medio de un tercero - dijo el médico, al escuchar mi mentira. - Es posible. Creo que no te conviene hacerlo.

Pese a que me devolvió el alma al cuerpo, me sentí frustrado por no poder dar mi ayuda.

Es decir, había ido muy predispuesto a desmayarme si era necesario, pero lo que más me llenaba de impotencia es no hacerme un chequeo para comprobar si mi sangre estaba bien firme o no. Tal vez, como a muchos, me daba miedo estar contagiado del famoso virus HIV.

Les mentí a todos que era por una perforación que me hice en la oreja, para la cual tenía que esperar un año antes de poder donar, que también formaba parte de los requisitos.

Tadeo, al menos, no me creyó.